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Primeras reflexiones sobre Amoris Laetitia
Bishop Robert Barron
Un día de primavera hace alrededor de cinco años, cuando era rector del Seminario de Mundelein, el Cardenal Francis George habló al cuerpo de estudiantes reunido. Felicitó a aquellos seminaristas fieles por su devoción a las verdades dogmáticas y morales propuestas por la Iglesia, pero también les brindó unos punzantes consejos pastorales. Les dijo que es simplemente insuficiente comentar la verdad a la gente y después marcharse con arrogancia. Más bien, les insistió, deben acompañar a aquellos a quienes han instruido, comprometiéndose en su ayuda a incorporar las verdades que les han compartido. Pensé frecuentemente en esta intervención del fallecido Cardenal mientras iba leyendo la exhortación apostólica Amoris Laetitia del Papa Francisco. Si pudiera tomarme el atrevimiento de resumir este complejo documento de 264 páginas, diría que el Papa Francisco quiere que las verdades referidas al matrimonio, la sexualidad y la familia se anuncien sin ambigüedades, pero también quiere que los ministros de la Iglesia lleguen con misericordia y compasión a aquellos que batallan por encarnar esas verdades en sus vidas.

En relación a la objetividad moral del matrimonio, el Papa es vigorizantemente claro. Postula sin titubeos la opinión de la Iglesia que el matrimonio auténtico es entre un hombre y una mujer, quienes se han comprometido el uno al otro en fidelidad eterna, expresando su amor mutuo y abierto a los hijos, y perdurable como un sacramento del amor de Cristo por su Iglesia (52, 71). Se lamenta de varias amenazas a este ideal, incluyendo el relativismo moral, un narcisismo cultural generalizado, la ideología de la auto-invención, la pornografía, la sociedad del “descarte”, etc. Nos señala explícitamente la enseñanza del Papa Pablo VI en Humanae Vitae en referencia a la conexión esencial entre las dimensiones unitivas y procreativas del amor conyugal (80). Aún más, cita con aprobación el consenso del reciente Sínodo de la Familia sobre que las relaciones homosexuales no pueden considerarse, ni aun remotamente, comparables a lo que la Iglesia llama matrimonio (251). Es especialmente firme en su condena a las ideologías que sostienen que el género es meramente una construcción social y puede cambiarse o manipularse de acuerdo a nuestro deseo (56). Esos movimientos son equivalentes, razona, a olvidar la correcta relación entre creatura y Creador. Finalmente, cualquier duda referida a la actitud del Papa hacia la estabilidad del matrimonio es disipada tan clara y directamente como es posible: “La indisolubilidad del matrimonio —‘lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre’ (Mt19, 6) — no hay que entenderla ante todo como un ‘yugo’ impuesto a los hombres sino como un ‘don’ hecho a las personas unidas en matrimonio…” (62).

En una sección particularmente emotiva de la exhortación, el papa Francisco interpreta el famoso himno del amor de la primera carta de Pablo a los Corintios (90-119). Siguiendo al gran Apóstol misionero, argumenta que el amor no es primariamente un sentimiento (94), sino más bien un compromiso de la voluntad de realizar algunas cosas muy concretas y desafiantes: ser pacientes, soportarse uno con el otro, dejar de lado la envidia y la rivalidad, esperar incesantemente. Con el tono de un pastor paternal, Francisco instruye a las parejas que se inician en el matrimonio que el amor, en el complejo y exigente sentido de la palabra, debe estar en el corazón de su relación. Francamente pienso que esta parte de Amoris Laetitia debería ser de lectura obligatoria para aquellos que están en los cursos pre-matrimoniales en la Iglesia Católica. Aquí Francisco dice mucho sobre la belleza y la integridad del matrimonio, pero entienden a lo que apunto: en este texto no suaviza ni compromete el ideal.

Sin embargo, el Papa también admite que mucha, mucha gente está por debajo de este ideal, fallando completamente al incorporar todas las dimensiones de lo que la Iglesia entiende por matrimonio. ¿Cuál es la correcta actitud hacia ellos? Como el Cardenal George, el Papa tiene una reacción visceral en contra de la simple estrategia de condenación, ya que la Iglesia, dice, es un hospital de campaña, concebido para cuidar precisamente a los heridos (292). Por consiguiente recomienda dos pasos fundamentales. Primero, podemos reconocer, aún en uniones irregulares u objetivamente imperfectas, ciertos elementos positivos que participan, por así decirlo, de la plenitud del amor matrimonial. Así por ejemplo, una pareja que vive junta sin el beneficio del matrimonio podría ser calificada por su fidelidad mutua, amor profundo, la presencia de niños, etc. Apelando a estas señales positivas, la Iglesia podría, de acuerdo con la “ley de la gradualidad”, acercar a esa pareja a un matrimonio auténtico y completamente íntegro (295). Esto no es lo mismo que decir que vivir juntos está permitido o de acuerdo con la voluntad de Dios; quiere decir que la Iglesia puede tal vez encontrar una forma más atractiva de acercar a la gente a una situación de conversión. 

El segundo paso –y aquí llegamos a lo que sin dudas será la parte más controvertida de la exhortación- es emplear la clásica distinción de la Iglesia entre la calidad objetiva del acto moral y la responsabilidad subjetiva que el sujeto moral asume por cometer aquel acto (302). El Papa observa que mucha gente casada por la ley civil luego de un divorcio se encuentra a sí misma prácticamente entre la espada y la pared. Si su segundo matrimonio ha resultado fiel, vivificante y fructífero, ¿cómo podrían abandonarlo sin de hecho incurrir en más pecado y produciendo más tristeza? Esto no es, por supuesto, insinuar que su segundo matrimonio no es objetivamente desordenado, pero sí es decir que las presiones, dificultades y dilemas podrían mitigar su culpabilidad. Aquí es donde el Papa aplica la distinción: “Por eso, ya no es posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada «irregular» viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante.” (301) ¿Podría entonces el ministro de la Iglesia, dejar de ayudar a esta gente, en la privacidad de un salón parroquial o en el confesionario, a discernir el grado de su responsabilidad moral? Nuevamente, esto no significa aceptar una mentalidad despreocupada del “todo vale”, ni negar que un matrimonio civil después de un divorcio es objetivamente irregular; significa encontrar, para alguien que sufre mucho, tal vez, un camino a seguir.

¿Terminará con Amoris Laetitia el debate sobre estos temas? Difícilmente. Pero sí representa un balance hábil e impactante de las muchas, y a menudo contradictorias, intervenciones en los dos Sínodos de la Familia. De esta manera, prestará un gran servicio a muchas almas sufrientes que se acercan al Hospital de Campaña.
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